Era evidente que iba a ser recibido como un ídolo, era casi seguro (como así ocurrió) que estaría presente en el terreno de juego desde el minuto uno. El United recibía al Newcastle con el hijo pródigo encendiendo pasiones y construyendo sueños en unas gradas llenas de ansiedad y rabiosamente entusiasmadas.
Alguien que le conoce a la perfección, Diego Forlán, definió lo que iba a ocurrir y lo que está por delante: “Con CR7, el United volverá a la elite”. El tiempo dirá si es capaz ya de arrasar haciéndose con esta Premier o habrá que esperar alguna temporada más. Pero lo que es indiscutible es que hay una imagen definitiva, más allá de los dos goles del bicho en su re-debut (marca de la casa ambos), que sintetiza lo que hoy simboliza el portugués.
La estampa es la de esa montonera de jugadores, del primero al último del equipo que, tras hacer diana, corren tras él prácticamente para enterrarle con sus abrazos, haciendo piña, manifestando que lo que se celebraba era mucho más que un gol o una victoria.
CR7 es una de esas estrellas que brillan y hacen brillar, ahí reside su liderazgo. Y tiene una habilidad formidable para crear cultura de equipo, para cambiar la mentalidad de un grupo entero, para instigar, para espolear, para elevar la categoría de todo un conjunto haciéndolo infinitamente mejor.
Es un don que no está a la altura de cualquiera, por supuesto. Ni siquiera de cualquier crack mundial. Es algo innato, que se irradia, complicadísimo de aprender y de emular. Pero es una chispa, un efecto contagio que ya ha llegado a los diablos rojos para hacerlos más competitivos, más fuertes y más temidos. A todos.
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